No tengo nada en contra de las guaraperas. Pero sorprende cuando el paso del tiempo transforma los restos de un cine en una. Vaso de guarapo a peso. Envase reciclado, para que el sabor de una fila de personas no genere residuos que puedan dañar la naturaleza.
Son las 7:30 de la tarde, PM a cuestas. Y nacen ríos del impulso de los baldes de agua con costra de caramelo. Guarapo a cántaros. Dulce de fango medicinal, para hidratar los restos de acera mezclada con suelos de tierra.
"A mí me toca de la Guarapera al pasillo" -le grita la inspectora de Salud Pública a la que vende mosquitos. Dípteros de almíbar, criando larvas de sirope sobre el líquido con el que los dependientes friegan.
Cae el quinto y último cubo de sudor sobre la noche. Seis gotas de agua. Séptimo arte e industria cinematográfica que podría haber hecho zafra. Clientes nocturnos, dejando una estela de tizne detrás de sus autos. Largo por ancho por altura. Humo de tres dimensiones. Acumulando humedad, para en la mañana siguiente caer en forma de rocío sobre los vasos de cristal fermentado.
Sale el Sol. Y el arte de preparar guarapo comienza a atraer clientes. Los de suspenso: que no se sabe si terminarán de contar de centavo en centavo, hasta escabullirse entre la multitud sedienta sin pagar un peso. Los de terror: que vacían el vaso con la mitad de la lengua para retirar la raspa de azúcar del borde del vidrio grasiento. Los de comedia: hilarantes de tanto hidrato de carbono; secuencia de imágenes en movimiento. Y los musicales: cuyos cuerpos tiemblan al ritmo del reggaetón con melaza que sacude periódicamente el cuerpo.
El guarapo huele a lo que sabe. Duele a lo que sabe. Hasta que te embriaga bajo la alucinación de estar sentado frente a una pantalla de cine, disfrutando de un guarapón con azúcar gaseada y rositas tridimensionales, de las que explotan cuando la resaca aparece en los créditos.
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