Persiguiendo la arena que cubría los pelajes rojizos, el aire dividió sus trazos en múltiples pliegues de viento. Las patas de cada chacal tropezaban entre ellas para evitar detenerse sobre el tenue rastro que se iba hilvanando sobre el desierto.
El cánido que llevaba la ventaja se escurría velozmente entre las dunas, arrojando el polvo sobre el resto de la manada. El ritmo de la destreza resquebrajó el suelo árido en un caudal de torbellinos de piedras, de donde emergió un fuerte aullido que hizo estremecer la carrera.
Se pisotearon unos a los otros hasta detener los pasos, y el terreno se hundió bruscamente a lo largo de un surco de limo negro. Las arenas se estriaron bajo los canis aureus que luchaban por caer hacia el fondo del sepulcro que acechaba desde los bordes del abismo.
El líder de la manada consiguió alejar a sólo tres individuos del peligro. Luego se asomó con sigilo al borde de la oquedad, donde los cuerpos de los otros chacales se iban consumiendo hacia el centro de una turbulencia de espíritus. El adalid lanzó un áspero aullido que nunca llegó a salir de sus fauces, y de golpe fue atraído por la gravidez de la poza. Mientras tanto, una lluvia de grava cubría el sepulcro.
Sobre el desierto -nuevamente sereno- resplandecieron los destellos de un collar rojo que se hundía con suavidad bajo la luz de la luna. El guardián de la necrópolis ya estaba listo para conducir a sus nuevos súbditos hacia Neter-Khertet.
1 notas:
Ayer, revisando entre mis archivos, encontré este cuento que escribí el 17 de enero de 2008. Pocos días después se lo regalé a una amiga llamada Anubis, que también adora los vestigios de la civilización egipcia.
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